La presencia en las redes sociales, independientemente de por qué las usamos, es moneda corriente en nuestra cotidianeidad. Ya sea por entretenimiento, curiosidad, difusión de servicios, compras, búsqueda de información o para compartir aspectos de nuestra vida, el tiempo que invertimos en este entorno digital ha aumentado exponencialmente en los últimos años. Las empresas buscan aumentar el tiempo de permanencia en sus respectivas plataformas por lo que ofrecen, y seguirán ofreciendo, diversas alterativas de uso en un mismo espacio digital.
Cada comportamiento que tenemos, desde seguir perfiles, mirar un reel, likear una publicación, detenernos en un contenido hasta reaccionar a anuncios, videos o productos, comparte un elemento común: nuestra subjetividad. Definitivamente, volcamos nuestros sentimientos y emociones en estas plataformas.
Detrás de bambalinas, los algoritmos se alimentan de la información que brindamos y nos van ofreciendo determinado contenido, sin que seamos conscientes de cuán permeables somos a lo que capta nuestra atención. Los algoritmos poseen nuestros datos emocionales y dominan la escena digital.
Los procesos de identificación que se viralizan como tendencias son cuantificados, y no sólo definen el mercado sino también marcan el ritmo de las estrategias de marketing. Las plataformas están diseñadas para mantenernos atrapados en una lógica perpetua, en la que cada interacción, cada like, cada vistazo a un contenido, refuerza la dependencia a un sistema que nunca nos satisface por completo, pero que continuamente nos ofrece nuevas formas de consumo.
En los últimos años, la salud mental ha experimentado un crecimiento significativo en términos de visibilidad y conciencia social, y ha generado cambios en la agenda pública en distintas regiones. El impacto de la pandemia de COVID-19 ha puesto en evidencia la vulnerabilidad de la salud mental a nivel global y ha generado un aumento considerable en las demandas de atención psicológica.
En este sentido, las plataformas digitales tienen un papel ambivalente. Por un lado, se han convertido en un espacio de difusión de servicios de atención psicológica y de contenidos de sensibilización sobre la salud mental donde las personas pueden buscar un acompañamiento profesional que, de otra forma, no encontrarían. Por otro lado, han generado preocupación por la difusión irresponsable de contenidos que no siempre son precisos, ni proporcionados por profesionales capacitados. La lógica de la recomendación algorítmica apunta a captar la atención del usuario y carece de regulación de contenidos en lo que refiere a salud mental.
En muchos casos, las publicaciones promueven el autodiagnóstico y sugieren soluciones rápidas con estrategias de autoayuda superficiales para atravesar diversas situaciones, en lugar de invitar a las personas a buscar un espacio de terapia con profesionales de la salud mental. Otras cuentas ofrecen una diversidad de recursos genéricos para mejorar el bienestar emocional que puede resultar abrumadora. Las personas pueden sentirse que están saturadas de información, sin saber cuál es el dispositivo adecuado para ellas, con la frustración que esto trae.

En otros casos, se observa una tendencia a que ciertas figuras compartan sus emociones, como una forma de generar cercanía y ser «marca personal», es decir, se ofrecen a sí mismos como modelos identificatorios de superación. Cabe aclarar que muchas de ellas lo hacen sin la debida recomendación de buscar profesionales capacitados y habilitados para trabajar problemas de salud mental.
La vulnerabilidad genera una entrañable conexión emocional con la audiencia, constituyéndose hoy como una de las estrategias de marketing más imbatible.
La viralización de este tipo de contenidos irresponsables sobre salud mental es preocupante.
Vivimos una revolución tecnológica y la vida digital tiene cada vez más importancia en nuestra existencia. El funcionamiento de los algoritmos busca que el tiempo de permanencia y la conexión en estas plataformas sea cada vez mayor. Así, promueven productos o servicios en función de la recolección de datos emocionales utilizando nuestros sentimientos y estados de ánimo como herramienta en sus estrategias publicitarias. La mercantilización de las emociones y su monetización en la economía digital es un hecho.
En este contexto, es crucial que comencemos a reflexionar sobre cómo abordar este fenómeno que atraviesa varias generaciones ya que plantea un desafío ético, político y social. Sería importante promover la concientización sobre el funcionamiento de las redes sociales, trabajar para implementar marcos regulatorios que protejan la privacidad emocional, desarrollar estrategias de educación digital e impulsar una posición activa y crítica frente a ellas.
La interacción entre la tecnología, las redes sociales y los nuevos modelos económicos está configurando una nueva realidad sin que todavía podamos vislumbrar cómo será el escenario y el impacto para la salud mental.